Texto para meditar los Dolores
[Texto obtenido en la página web de los Siervos del Hogar de la Madre]– Primer dolor: la profecía de Simeón.
Dijo la Virgen Santísima a Santa Matilde que, ante el aviso de Simeón, «toda mi alegría se volvió tristeza». Porque, como le fue revelado a Santa Teresa, la Madre Santísima, aunque sabía desde el principio que su Hijo sería sacrificado por la salvación del mundo, sin embargo, desde esa profecía, conoció en particular y con más en detalle las penas y la muerte despiadada que le había de sobrevenir a su amado Hijo. Conoció que le iban a perseguir y contradecir en todo. En la doctrina, porque en vez de creerle lo habían de tener por blasfemo al afirmar que era Hijo de Dios, como lo declaró el impío Caifás cuando dijo: «Ha blasfemado… es Reo de muerte» (Mt 26, 65-66).
– Segundo dolor: la huida a Egipto.
Cuando oyó Herodes que había nacido el Mesías esperado, temió neciamente que le iba a arrebatar su reino. Esperaba el impío que los Reyes Magos le trajeran noticias de dónde había nacido el Niño Rey a fin de quitarle la vida, pero al verse burlado por ellos, ordenó la matanza de todos los niños de Belén. Por eso el Ángel se apareció en sueños a San José y le ordenó: «Levántate, toma el Niño y a su Madre, y huye a Egipto» (Mt 2,13). Y entonces comprendió la afligida María que ya comenzaba a realizarse en su Hijo la profecía de Simeón, viendo que, apenas nacido, era perseguido a muerte. Qué sufrimiento el del Corazón de María oír que se le intimaba la orden de ir con su Hijo a tan duro destierro.
Es fácil imaginar lo mucho que María sufrió en este viaje. Era grande la distancia hasta Egipto, trescientas millas requerían un viaje de treinta días. El camino era escabroso, desconocido y poco frecuentado, el clima, desapacible. María era doncella joven y delicada, no acostumbrada a semejantes viajes. ¿Dónde pernoctarían durante tan largo viaje con doscientas millas de desierto, sino sobre la arena? Vivieron en Egipto siete años. Eran forasteros desconocidos, sin rentas, sin dinero, sin parientes. Apenas podían sustentarse con sus modestos trabajos hechos a mano. María vivía allí tan en la pobreza que alguna vez pasaron hambre sin tener ni un bocado de pan que darle a su Hijo.
Ver a Jesús y María con San José andar por el mundo como errantes y fugitivos nos debe mover a vivir también en la tierra como peregrinos, sin aferrarse a los bienes que el mundo ofrece, como quienes pronto lo tendremos que dejar todo y pasar a la vida eterna. Nos enseña además a abrazar la cruz, pues no se puede vivir en este mundo sin cruces. Amemos y consolemos a María acogiendo dentro de nuestros corazones a su Hijo, que todavía es perseguido y maltratado por los hombres con sus pecados.
– Tercer dolor: Jesús perdido en el Templo.
Qué ansiedad tuvo que experimentar esta afligida Madre durante aquellos tres días en los que anduvo por todos lados preguntando por su Hijo, como la Esposa de los Cantares: «¿Acaso habéis visto al que ama mi alma?» (Cant 3,3). Este tercer dolor de María primeramente debe servir de consuelo a quienes están desolados y no gozan de la presencia de su Señor, que en otro tiempo sintieron. Lloren, sí, pero con paz, como lloraba María la pérdida de su Hijo. Y el que quiera encontrar al Señor sepa que debe buscarlo, no entre las delicias y los placeres del mundo, sino entre las cruces y las mortificaciones, como lo buscó María. «Tu padre y yo te hemos buscado llenos de aflicción» (Lc 2,48) dijo Ella a su Hijo.
Debemos aprender de María a buscar a Jesús. Por lo demás es el único bien que debemos buscar: Jesús. Si María lloró tres días la pérdida de su Hijo, con cuánta más razón deben llorar los pecadores que han perdido la gracia de Dios, porque esto es lo que hace el pecado, separa el alma de Dios, por lo cual, aunque un pecador sea muy rico, habiendo perdido a Dios, todo lo de la tierra no es más que humo y sufrimiento.
– Cuarto dolor: María encuentra a su Hijo camino del Calvario.
«Oh Madre dolorosa –le diría San Juan– Tu Hijo ya ha sido sentenciado a muerte y ya ha salido llevando Él mismo la cruz camino del Calvario. Ven, si quieres verlo y darle el último adiós en el camino por donde ha de pasar». Parte María con Juan. Esperó en aquel lugar ¡y cuántos escarnios tuvo que oír de los judíos –que ya la conocían– dirigidos contra su Hijo, y, tal vez, contra Ella misma! ¡Qué exceso de dolor fue para Ella ver los clavos, los martillos y los cordeles que llevaban delante los verdugos y todos los horribles instrumentos para matar a su Hijo!
Pero ahora los instrumentos de ejecución, los verdugos, todos han pasado. María levanta sus ojos. Y ¿qué ve? ¡Oh, Señor! Ve a un joven cubierto de sangre y heridas de pies a cabeza, con una corona de espinas, con una pesada cruz sobre sus espaldas. Miró a Él pero apenas lo reconoció. Las heridas, los hematomas y la sangre coagulada le hacían semejante a un leproso, estaba desconocido. El Hijo, apartándose de los ojos un grumo de sangre que le impedía la visión –como le fue revelado a Santa Brígida– miró a la Madre, y la Madre miró al Hijo. Sus miradas llenas de dolor fueron como otras tantas flechas que traspasaron aquellas almas enamoradas. Pero a pesar de que ver morir a Jesús le ha de costar un dolor tan acerbo, la amante María no quiere dejarlo.
La Madre lleva su cruz y le sigue para ser crucificada con Él. Tengamos compasión de Ella y procuremos seguir a su Hijo y a Ella también nosotros, llevando con paciencia la cruz que nos envía el Señor.
– Quinto dolor: Jesús muere en la Cruz.
Apenas llegado al Calvario el Redentor, rendido de fatiga, los verdugos lo despojaron de sus vestiduras y clavaron en la cruz sus sagradas manos y sus pies. Una vez crucificado, levantaron en alto la cruz, y así lo dejaron hasta que muriera.
Lo abandonaron los verdugos, pero no lo abandonó su Madre. Entonces se acercó más a la cruz para asistir a su muerte. Así lo dijo la Santísima Virgen a Santa Brígida: «Yo no me separaba de Él, y me aproximé más a su cruz». Oh verdadera Madre, Madre llena de amor, a la que ni siquiera el espanto de la muerte pudo separar del Hijo amado. Pero, oh Señor, ¡qué espectáculo tan doloroso era ver a este Hijo agonizando sobre la cruz, y ver agonizar a esta Madre al pie de la cruz, que sufría todas las penas que padecía el Hijo! Todos estos sufrimientos de Jesús, eran a la vez sufrimientos de María. «Cuantas eran las llagas en el cuerpo de Cristo –dice San Jerónimo– otras tantas eran las llagas en el corazón de María». «El que entonces se hubiera encontrado en el Calvario –dice San Juan Crisóstomo– habría encontrado dos altares donde se consumaban dos grandes sacrificios: uno en el Cuerpo de Jesús, y otro en el Corazón de María».
– Sexto dolor: Jesús es bajado de la Cruz y entregado a su Madre.
Basta decirle a una madre que ha muerto su hijo para revivir en ella todo el amor hacia el hijo perdido. «Uno de los soldados le abrió el costado con una lanza, y al instante salió sangre y agua» (Jn 19,34). Compartió Cristo con su Madre el sufrimiento de esta herida. De modo que él recibió el ultraje y María el dolor. Fueron tantos y tales los sufrimientos de María, que no murió sólo por milagro de Dios. En los demás dolores tenía al menos a su Hijo que la compadecía, pero en éste no tenía al Hijo que la pudiera consolar. He aquí que ya bajan a Jesús de la cruz y la afligida Madre, extendiendo los brazos, va al encuentro de su amado Hijo, lo abraza y después se sienta al pie de la cruz.
Su Hijo murió por los hombres, pero ellos continúan persiguiéndole y crucificándole con sus pecados. Tomemos la resolución de no atormentar más a esta Madre Dolorosa, y si en lo pasado la hemos afligido con nuestros pecados, hagamos ahora lo que Ella nos pide.
– Séptimo dolor: dan sepultura al cuerpo de Jesús.
A fin de considerar mejor este último misterio de dolor, volvamos al Calvario para contemplar a la afligida Madre que aún tiene abrazado a su Hijo muerto.
Los santos discípulos, temiendo que la Virgen muriese allí de dolor, se apresuraron a quitarle de su regazo al Hijo muerto para darle sepultura. Por lo cual, con reverente violencia se lo quitaron de los brazos, y, embalsamándolo con aromas, lo envolvieron en la sábana ya preparada. Lo llevan al sepulcro en fúnebre cortejo; la Madre Dolorosa sigue al Hijo camino a la sepultura. Al rodar la piedra para cerrar el sepulcro los angustiados discípulos del Salvador, debieron dirigirse a la Virgen para decirle: «Señora, hay que rodar la piedra, resígnate, míralo por última vez y despídete de tu Hijo».
Por fin ruedan la piedra y queda encerrado en el Santo Sepulcro el Cuerpo de Jesús, aquel gran tesoro, que no lo hay mayor ni en el Cielo ni en la tierra. María deja sepultado su Corazón en el sepulcro con Jesús, porque Jesús es todo su tesoro: «Donde está tu tesoro está tu corazón» (Lc 12,34). Y con esto, dando el último adiós al Hijo y al sepulcro, se marchó y volvió a su casa.
Andaba María tan triste y afligida, que, según San Bernardo: «provocaba las lágrimas de muchos», de modo que por donde pasaba, los que la veían no podían contener el llanto, y agrega San Bernardo que los santos discípulos y mujeres que la acompañaban, lloraban aún más por Ella que por su Señor.