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UNA PASTORAL POR RECONSTRUIR


«Y estas señales acompañarán a los que creen: en mi nombre expulsarán demonios»: esta simple afirmación de Cristo, que leemos al final del Evangelio de Marcos, bastó para una completa pastoral de liberación en los primeros siglos cristianos. Cada cristiano era exorcista, o sea que tenía este poder, basado en la fe y en la fuerza del nombre de Jesús. Nos han dejado testimonio de ello Justino, Tertuliano y Orígenes. Después comenzaron a multiplicarse las fórmulas de exorcismo y las recopilaciones de tales fórmulas. Entretanto las autoridades eclesiásticas comenzaron también a regular el exorcistado (orden de exorcista que era la tercera de las menores), reservando las formas más graves a personas cualificadas, y multiplicando los sacramentales, a disposición de todos, para las formas menos graves.

Pero hasta el siglo XVII, incluso cuando el exorcismo más grave estaba reservado a los obispos o a los sacerdotes delegados por ellos (como la disciplina actual), cada diócesis disponía de un número adecuado de exorcistas; no se daba la actual crisis de incredulidad, al menos práctica, sobre la existencia del demonio, motivo por el cual hoy ni los obispos afrontan este problema pastoral (que debería formar parte de la pastoral ordinaria de cada diócesis), ni los sacerdotes están dispuestos o preparados para asumir la tarea. El Derecho canónico compromete particularmente a los párrocos para que estén cerca de las familias y los individuos, especialmente en sus sufrimientos; para que asistan a los pobres, a los enfermos, a los afligidos, a aquellos que se encuentran en dificultades particulares (can. 529). No hay ninguna duda de que entre estos casos de dolor y necesidades particulares deben contarse los afectados por el maligno. ¿Pero quién cree que lo están?

Se multiplica entonces el recurso a los magos, cartománticos y hechiceros. Son pocos los casos de personas que se dirigen a un exorcista antes de haber recibido las perniciosas curas de las personas antes mencionadas. Se produce literalmente cuanto la Escritura nos dice del rey Ocozías. Encontrándose éste gravemente enfermo, mandó mensajeros para consultar a Belcebú (¡el príncipe de los demonios!), dios de Ecrón, para conocer su futuro. El profeta Elias fue al encuentro de aquellos mensajeros y les dijo: «¿No hay un Dios en Israel para que vayáis a consultar a Belcebú?» (2 Re. 1, 1-6). Hoy 1 Iglesia católica ha abdicado de esta específica misión suya y la gente ya no se dirige a Dios sino a Satanás.

«¿Cuáles son hoy las mayores necesidades de la Iglesia? No os asombre como simplista o incluso como supersticiosa e irreal nuestra respuesta: una de las mayores necesidades es la defensa contra ese mal que llamamos demonio» (Pablo VI, 15 de noviembre de 1972). Ciertamente las palabras del papa tienen un alcance mucho más vasto que el restringido campo de los exorcismos; pero es igualmente cierto que también este campo está incluido en ellas.

La comisión que está trabajando en la revisión del Ritual se encuentra ante todo un complejo de deberes. No se trata sólo de revisar las normas iniciales y las oraciones de exorcismo. También hay que aclarar toda la pastoral sobre esta materia.

Actualmente el Ritual considera de forma directa sólo el caso de posesión diabólica, esto es, el caso más grave y raro. Nosotros, los exorcistas, en la práctica, nos ocupamos de todos los casos en que detectamos la intervención satánica: los casos de vejación diabólica (mucho más numerosos que los casos de posesión), los casos de obsesión, los casos de infestación de las casas y también otros casos en los que hemos visto la eficacia de nuestras oraciones. Diría que también en este campo vale el principio «natura non facit saltus» (la naturaleza no da saltos, sino que avanza mediante lentas evoluciones). Por ejemplo, no está claro el límite entre poseídos y vejados. Del mismo modo no está claro el límite entre las vejaciones y otros males: males físicos que pueden ser causados por el maligno; males morales (estados habituales de pecado, especialmente en las formas más graves) en los que ciertamente el maligno ha tenido su papel. Por ejemplo, he podido ver cómo a veces se conseguía una mejora al hacer un breve exorcismo, además de la oración por los enfermos, sobre personas de las que tenía razones para sospechar acerca del origen de su mal. Como también he obtenido buenos resultados con el uso de breves exorcismos, sumados al sacramento de la confesión, con personas recalcitrantes en ciertos pecados, como los homosexuales. San Alfonso, el doctor de la Iglesia para la teología moral, dirigiéndose a los confesores, dice que ante todo el sacerdote debe exorcizar particularmente cuando se encuentra ante algo que cree que puede ser una infestación demoníaca.

Pero obsérvese que, según las normas vigentes, al exorcista sólo le competen en rigor los casos de posesión diabólica. El resto de casos pueden ser resueltos de otro modo: oración, sacramentos, uso de los sacramentales, plegarias de liberación en grupos, etc. Pero es un campo demasiado vasto para dejarlo a la libre iniciativa, sin ninguna disposición precisa. En el apéndice reproducimos la carta que la Congregación para la Doctrina de la Fe envió a los obispos el 29 de septiembre de 1985. En síntesis, en ella se recuerdan las disposiciones vigentes, sin resolver el complejo problema que corresponde a la comisión especial. No sé si durante estos años los obispos se han apresurado a hacer llegar a esa comisión las oportunas sugerencias. Lo dudo mucho, teniendo en cuenta la negligencia general en este sector. Me limito a algunos apuntes.

Uno de los prelados más sensibles a este tema es, sin duda, el cardenal Suenens, que lo vive continuamente a través de las plegarias de liberación que se hacen en los grupos de la Renovación. En un breve capítulo de su libro ya citado afirma: «La práctica de la liberación de los demonios, ejercida sin mandato, mediante exorcismos directos, plantea problemas de frontera que hay que determinar y aclarar. A primera vista la línea de demarcación parece clara: los exorcismos están reservados exclusivamente al obispo o a su delegado, en caso de presunta posesión diabólica; los casos que están fuera de la posesión propiamente dicha son un campo libre, no reglamentado y, por consiguiente, accesible a todos.»

Pero el cardenal sabe perfectamente que los casos de verdadera posesión son pocos y, además, requieren un estudio específico y competente para poder ser detectados. Por eso añade: «Todo lo que está fuera de la posesión propiamente dicha es como un campo de confines mal delimitados, en el que reinan la confusión y la ambigüedad. La misma complejidad de la nomenclatura no ayuda a simplificar las cosas; no existe una terminología común, y bajo la misma etiqueta se encuentran contenidos diferentes» (ob. cit., p. 95).

Más adelante, para ofrecer sugerencias prácticas, el cardenal escribe: «Para hacer una puesta a punto útil es preciso, aparte todo lo demás, fijar la terminología y establecer con claridad la distinción entre plegaria de liberación y exorcismo de liberación, con invectivas dirigidas al demonio. El exorcismo de liberación queda reservado al discernimiento exclusivo del obispo en los casos de posesión; pero falta una línea de demarcación entre las formas de exorcismo que se sitúan fuera de la posesión» (ob. cit., pp. 119-120). A decir verdad, yo esta línea de demarcación la veo clara, al menos en cuanto a los términos, teniendo en cuenta que el exorcismo pro- piamente dicho, reservado al obispo o a un delegado suyo, es un sacramental y compromete la intercesión de la Iglesia; todas las demás formas son plegarias privadas, aunque hechas por grupos. No sé por qué el cardenal Suenens no ha hablado nunca del exorcismo como de un sacramental y como el único al que debe reservarse el nombre de exorcismo; es cierto que dedica un breve capítulo a los sacramentales, cita algunos, pero no cita como tal el exorcismo. En mi opinión, sería ya un punto claro. El cardenal me perdonará esta reconvención.

Pasando a las propuestas prácticas, el cardenal Suenens sugiere: «Yo propongo reservar para el obispo no sólo los casos de posesión diabólica, según el antiguo derecho, sino toda la zona en que se pueda sospechar una influencia específicamente demoníaca. Señalaré también que si bien el exorcistado ha desaparecido como orden menor, nada impide que una conferencia episcopal pida a Roma que lo restablezca» (ob. cit., pp. 121- 122). Y el cardenal propone que, para los casos menos graves, el exorcistado pueda ser conferido también a laicos cualificados.

Encuentro otras propuestas en el óptimo libro varias veces citado del padre La Grua. Después de recordar las realizadas por el cardenal Suenens, se plantean algunas que podrían tener una aplicación inmediata, a la espera de las decisiones de los superiores. Son propuestas prácticas, factibles y cuya ejecución podría proporcionar también elementos de decisión a la comisión que está revisando esta parte del Ritual. «En toda diócesis el obispo debería poner junto al exorcista un grupo de discernimiento, compuesto por tres o cuatro personas, entre ellas un médico y un psicólogo. Todos los casos sospechosos deberían ser llevados a este grupo que, previo el correspondiente examen, dirigiera el paciente al médico, al exorcista o al grupo orante. El grupo orante o los grupos orantes, si los casos fuesen muchos, deberían estar constituidos por personas expertas y preparadas, y deberían intervenir en los llamados casos menores, dejando al exorcista el tratamiento de los casos más importantes. En el grupo orante no debería faltar nunca la presencia del sacerdote.

»La liberación volvería así a entrar en el plano normal de la pastoral de los enfermos. Una terapia bien planteada debería articularse según los siguientes puntos: evangelización, práctica guiada de los sacramentos de la penitencia y la eucaristía, ejercicios ascéticos, frecuentación de grupos de oración. Es ocioso decir que, en los casos menores, no se pueden hacer conjuros sobre las personas, sino sólo oraciones, a menos que el sacerdote tenga autorización» (ob. cit., pp. 113-114).

Como se ve, el problema no se limita a aumentar el número de exorcistas y darles ocasión de prepararse para cumplir correctamente este ministerio. Hay también otras temáticas abiertas que es preciso resolver, de modo que este sector deje de ser un campo cerrado, con la inscripción de «Trabajos en curso». El demonio no cesa nunca su actividad, mientras que los siervos del Señor duermen, como nos dice la parábola del buen trigo y la cizaña. Pero el primer paso, el paso fundamental, es que los obispos y los sacerdotes recuperen la sensibilidad en relación a este problema, sobre la base de la sana doctrina que las Escrituras, la tradición y el magisterio nos han transmitido siempre, también a través del Concilio Vaticano II, la enseñanza de los últimos pontífices y últimamente el Catecismo de la Iglesia católica, con las dos aperturas que hemos subrayado en las páginas 52 y 53.


Contribuir a este objetivo es la finalidad principal de estas páginas y por lo que me he decidido a escribirlas. Y sólo si se alcanza el mismo estimaré logrado mi fin, sin dejarme deslumbrar por los elogios de la crítica y la rápida divulgación de mi libro.