ÍNDICE


El poder de Satanás


Las limitaciones de orden práctico que me he fijado de antemano en este libro no me permiten profundizar en temas teológicos de sumo interés. Por eso sólo continúo apuntando someramente las cuestiones, como ya he hecho en el capítulo anterior. Ciertamente, un exorcista como el padre Candido, habituado desde hace treinta y seis años a hablar con los demonios, y poseedor de una profunda y segura base teológica y escriturística, está en perfectas condiciones para formular hipótesis sobre temas acerca de los cuales la teología del pasado ha preferido decir «nada sabemos», como el pecado de los ángeles rebeldes. Sin embargo, todo lo que Dios creó tiene un diseño unitario, por lo que cada parte influye sobre el conjunto y cada sombra tiene una repercusión de oscuridad sobre todo el resto. La teología será siempre defectuosa, incomprensible, mientras no se dedique a poner de manifiesto todo cuanto se refiere al mundo angélico. Una cristología que ignora a Satanás es raquítica y nunca podrá comprender el alcance de la redención.

Volvamos a nuestro razonamiento sobre Cristo, centro del universo. Todo ha sido hecho por él y para él: en los cielos (ángeles) y en la tierra (el mundo sensible con el hombre a la cabeza). Sería hermoso hablar sólo de Cristo; pero iría contra todas sus enseñanzas y contra su obra, por ello nunca llegaremos a comprenderlo. Las Escrituras nos hablan del reino de Dios, pero también del reino de Satanás; nos hablan del poderío de Dios, único creador y señor del universo; pero también del poder de las tinieblas; nos hablan de hijos de Dios y de hijos del diablo. Es imposible comprender la obra redentora de Cristo sin tener en cuenta la obra disgregadora de Satanás.

Satanás era la criatura más perfecta salida de las manos de Dios; estaba dotado de una reconocida autoridad y superioridad sobre los demás ángeles y, a su parecer, sobre todo cuanto Dios iba creando y que él trataba de comprender pero que, en realidad, no entendía. El plan unitario de la creación estaba orientado a Cristo: hasta la aparición de Jesús en el mundo, ese plan no podía ser revelado en su claridad. De ahí la rebelión de Satanás, por querer seguir siendo el primero absoluto, el centro de la creación, incluso en oposición al designio que Dios estaba realizando. De ahí su esfuerzo por dominar en el mundo («el mundo entero yace en poder del maligno», 1 Jn. 5, 19) y por servirse del hombre, incluso de los primeros progenitores, haciéndolo obediente a él contrariando las órdenes de Dios. Lo consiguió con los progenitores, Adán y Eva, y contaba con lograrlo con todos los demás hombres, ayudado por «un tercio de los ángeles», que, según el Apocalipsis, le siguió en la rebelión contra Dios.

Dios no reniega nunca de sus criaturas. Por eso también Satanás y los ángeles rebeldes, incluso en su distanciamiento de Dios, siguen conservando su poder, su rango (tronos, dominios, principados, po- testades...), aunque hacen un mal uso de él. No exagera san Agustín al afirmar que si Dios le dejara las manos libres a Satanás, «ninguno de nosotros permanecería con vida». Al no poder matarnos, trata de hacernos sus seguidores, buscando nuestra confrontación con Dios, del mismo modo que él se opuso a Dios.

He aquí entonces la obra del Salvador. Jesús vino «para deshacer las obras del diablo» (1 Jn. 3, 8), para liberar al hombre de la esclavitud de Satanás e instaurar el reino de Dios después de haber destruido el reino de Satanás. Pero entre la primera venida de Cristo y la parusía (la segunda venida triunfal de Cristo como juez) el demonio intenta atraer hacia él a tanta gente como puede; es una lucha que lleva a cabo por desesperación, sabiéndose ya derrotado y «sabiendo que le queda poco tiempo» (Ap. 12, 12). Por eso Pablo nos dice con toda sinceridad que «nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra [...] los Espíritus del Mal [los demonios] que están en las alturas» (Ef. 6, 12).

Preciso también que las Escrituras nos hablan siempre de ángeles y demonios (aquí me refiero en particular a Satanás) como seres espirituales, sí, pero personales, dotados de inteligencia, voluntad, libertad e iniciativa. Se equivocan completamente aquellos teólogos modernos que identifican a Satanás con la idea abstracta del mal: esto es una auténtica herejía, o sea que está en abierta contradicción con lo que dice la Biblia, con la patrística y con el magisterio de la Iglesia. Se trata de verdades nunca impugnadas en el pasado, por lo cual carecen de definiciones dogmáticas, salvo la del IV Concilio lateranense: «El diablo [Satanás] y los otros demonios fueron por naturaleza creados buenos por Dios; pero se volvieron malos por su culpa.» Quien suprime a Satanás suprime también el pecado y deja de entender la obra de Cristo.

Que quede claro: Jesús venció a Satanás a través de su sacrificio; pero ya antes lo hizo mediante su enseñanza: «Pero si yo expulso a los demonios por el dedo de Dios, es señal de que el reino de Dios ya ha llegado a vosotros» (Lc. 11, 20). Jesús es el más fuerte que ha atado a Satanás (Mc. 3, 27), lo ha desnudado, ha saqueado su reino, que está a


punto de llegar a su fin (Mc. 3, 26). Jesús responde a aquellos que le advierten sobre la voluntad de Herodes de matarle: «Id y decidle a ese zorro: "Mira, hoy y mañana seguiré curando y echando demonios; al tercer día acabo"» (Lc. 13, 32). Jesús da a los apóstoles el poder de expulsar a los demonios; luego extiende dicho poder a los setenta y dos discípulos y, por último, se lo confiere a todos los que crean en él.

El libro de los Hechos deja testimonio de cómo los apóstoles siguieron expulsando a los demonios después de la venida del Espíritu Santo; y así continuaron los cristianos. Ya los más antiguos padres de la Iglesia, como Justino e Ireneo, nos exponen con claridad el pensamiento cristiano acerca del demonio y del poder de expulsarlo, seguidos por los demás padres, de los cuales cito en particular a Tertuliano y a Orígenes. Bastan estos cuatro autores para avergonzar a tantos teólogos modernos que prácticamente no creen en el demonio o no hablan para nada de él.

El Concilio Vaticano II insistió con eficacia sobre la constante enseñanza de la Iglesia. «Toda la historia humana está penetrada de una tremenda lucha contra las potencias de las tinieblas, lucha iniciada en los orígenes del mundo» (Gaudium et Spes 37). «El hombre, tentado por el maligno desde los orígenes de la historia, abusó de su libertad levantándose contra Dios y anhelando conseguir su fin al margen de Dios; rechazando reconocer a Dios como su principio, el hombre transgredió el orden debido en relación con su último fin» (Gaudium et Spes 13). «Pero Dios envió a su Hijo al mundo con el fin de sustraer, a través de él, a los hombres del poder de las tinieblas y del demonio» (Ad Gentes 1, 3). ¿Cómo logran entender la obra de Cristo aquellos que niegan la existencia y la activísima obra del demonio? ¿Cómo logran comprender el valor de la muerte redentora de Cristo? Sobre la base de los textos de las Escrituras, el Vaticano II afirma:

«Con su muerte, Cristo nos ha liberado del poder de Satanás» (Sacrosanctum Concilium 6); «Jesús crucificado y resucitado derrotó a Satanás» (Gaudium et Spes 2).

Derrotado por Cristo, Satanás combate contra sus seguidores; la lucha contra «los espíritus malignos continúa y durará, como dice el Señor, hasta el último día» (Gaudium et Spes 37). Durante este tiempo cada hombre ha sido puesto en estado de lucha, pues es la vida terrenal una prueba de fidelidad a Dios. Por eso los «fieles deben esforzarse por mantenerse firmes contra las asechanzas del demonio y hacerle frente el día de la prueba (...) En efecto, antes de reinar con Cristo glorioso, terminado el curso único de nuestra vida terrenal (¡no existe otra prueba!), compareceremos todos ante el tribunal de Cristo para rendir cuentas cada uno de lo que hizo en su vida mortal, bueno o malo; y al llegar el fin del mundo saldrán: quien ha obrado bien a la resurrección de vida; y quien ha obrado mal, para la resurrección de condena» (cf. Lumen Gentium 48).

Aunque esta lucha contra Satanás concierne a todos los hombres de todos los tiempos, no hay duda de que en ciertas épocas de la historia el poder de Satanás se hace sentir con más fuerza, cuando menos a nivel comunitario y de pecados mayoritarios. Por ejemplo, mis estudios sobre la decadencia del Imperio romano me hicieron poner de relieve la ruina moral de aquella época. De ello es fiel e inspirado testimonio la Carta de Pablo a los romanos. Ahora nos encontramos al mismo nivel, debido al mal uso de los medios de comunicación de masas (buenos en sí mismos) y también al materialismo y al consumismo, que han envenenado el mundo occidental.

Creo que León XIII recibió una profecía sobre este ataque demoníaco concreto, como consecuencia de una visión a la cual nos referimos en un apéndice de este capítulo (véanse pp. 37-41).

¿De qué modo el demonio se opone a Dios y al Salvador? Queriendo para sí el culto debido al Señor y remedando las instituciones cristianas. Por eso es anticristo y antiiglesia. Contra la encarnación del Verbo, que redimió al hombre haciéndose hombre, Satanás se vale de la idolatría del sexo, que degrada al cuerpo humano convirtiéndolo en instrumento de pecado. Además, remedando el culto divino, tiene sus iglesias, su culto, sus consagrados (a menudo con pacto de sangre), sus adoradores, los seguidores de sus promesas. Del mismo modo que Cristo dio poderes concretos a los apóstoles y a sus sucesores, orientados al bien de las almas y los cuerpos, así Satanás da poderes concretos a sus secuaces, orientados a la ruina de las almas y a las enfermedades de los cuerpos. Ahondaremos en estos poderes al hablar del malefìcio.

Otro apunte sobre una materia que merecería un tratamiento más profundo: tan equivocado como negar la existencia de Satanás es, según la opinión más extendida, afirmar la existencia de otras fuerzas o entidades espirituales, ignoradas por la Biblia e inventadas por los espiritistas, por los cultivadores de las ciencias exóticas u ocultas, por los seguidores de la reencarnación o los defensores de las llamadas «almas errantes». No existen espíritus buenos fuera de los ángeles, ni existen espíritus malos fuera de los demonios. Las almas de los difuntos van inmediatamente al paraíso, al infierno o al purgatorio, como fue definido por dos concilios (Lyon y Florencia).

Los difuntos que se presentan en las sesiones espiritistas, o las almas de los difuntos presentes en seres vivos para atormentarlos, no son sino demonios. Las rarísimas excepciones, permitidas por Dios, son excepciones que confirman la regla. No obstante, reconocemos que en este campo no se ha dicho la última palabra: es un terreno aún problemático. El mismo padre La Grua habla de varias experiencias vividas por él con almas de finados a merced del demonio y ha planteado algunas hipótesis de explicación. Repito: es un terreno aún por estudiar a fondo; me propongo hacerlo en otra ocasión.

Algunos se asombran de la posibilidad que tienen los demonios de tentar al hombre o incluso de poseer su cuerpo (nunca el alma, si el hombre no quiere entregársela libremente) a través de la posesión o la vejación. Será bueno recordar lo que dice el Apocalipsis (12, 7 y ss.): «Después hubo una batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles lucharon contra el dragón. El dragón y sus ángeles pelearon, pero no pudieron vencer, y ya no hubo lugar para ellos en el cielo. Así, pues, el gran dragón fue expulsado, aquella serpiente antigua que se llama Diablo y Satanás (...) fue precipitada en la tierra, y sus ángeles fueron con él precipitados.» El dragón, al verse arrojado a la tierra, se dio a perseguir a la «mujer envuelta en el sol como en un vestido» de la que había nacido Jesús (está clarísimo también que se trata de la Santísima Virgen); pero los esfuerzos del dragón fueron vanos.

«Se dedicó, por tanto, a hacer la guerra contra el resto de la descendencia de ella, contra los que observan los preceptos de Dios y tienen el testimonio de Jesús.»

De entre los numerosos discursos de Juan Pablo II sobre Satanás, reproduzco un pasaje de lo que dijo el 24 de mayo de 1987 durante una visita al santuario de San Miguel Arcángel: «Esta lucha contra el demonio, que distingue con especial relieve al arcángel san Miguel, es actual todavía hoy, porque el demonio sigue vivo y activo en el mundo. En efecto, el mal que hay en éste, el desorden que se halla en la sociedad, la incoherencia del hombre, la fractura interior de la cual es víctima, no son sólo consecuencias del pecado original, sino también efecto de la acción devastadora y oscura de Satanás.»

La última frase es una clara alusión a la condena de Dios a la serpiente, como nos es narrado en el Génesis (3, 15): «Haré que tú y la mujer seáis enemigos, lo mismo que tu descendencia y su descendencia. Su descendencia te aplastará la cabeza.» ¿El demonio está ya en el infierno?

¿Cuándo se produjo la lucha entre los ángeles y los demonios? Son interrogantes a los que no se puede responder sin tener en cuenta al menos dos factores: que estar en el infierno o no es más una cuestión de estado que de lugar. Ángeles y demonios son puros espíritus; para ellos la palabra «lugar» tiene un sentido distinto que para nosotros. Lo mismo vale para la dimensión del tiempo: para los espíritus es distinta que para nosotros.

El Apocalipsis nos dice que los demonios fueron precipitados sobre la tierra; su condena definitiva aún no se ha producido, si bien es irreversible la selección efectuada en su momento, que distinguió a los ángeles de los demonios. Todavía conservan, por tanto, un poder, permitido por Dios, aunque «por poco tiempo». Por eso apostrofan a Jesús: «¿Has venido aquí a atormentarnos antes de tiempo?» (Mt. 8, 29). El juez único es Cristo, que asociará a sí mismo su cuerpo místico. De tal modo debe entenderse la expresión de Pablo: «¿No sabéis que nosotros juzgaremos a los ángeles?» (2 Cor. 6, 8). Es por este poder que aún ostentan por lo que los endemoniados de Gerasa, volviéndose a Cristo, le rogaban «que no les mandase volver al abismo. Como había allí [...] una gran piara de cerdos paciendo, los espíritus le rogaron que les permitiera entrar en ellos» (Lc. 8, 31-32). Cuando un demonio sale de una persona y es arrojado al infierno para él es como una muerte definitiva. Por eso se opone tanto como puede. Pero deberá pagar los sufrimientos que causa a las personas con un aumento de pena eterna. San Pedro es muy claro al afirmar que el juicio definitivo sobre los demonios aún no ha sido pronunciado, cuando escribe:

«Dios no perdonó a los ángeles que pecaron, sino que, precipitados en el infierno, los entregó a las prisiones tenebrosas, reservándolos para el juicio» (2 Pe. 2, 4). También los ángeles tendrán un aumento de gloria por el bien que nos hacen; por eso es muy útil invocarlos.

¿Qué trastornos puede causar el demonio en los hombres mientras están vivos? No es fácil encontrar escritos que traten de este asunto, también porque falta un lenguaje común, en el que todos estén de acuerdo. Me esfuerzo entonces en especificar el sentido de las palabras que uso aquí y en el resto del libro.

Hay una acción ordinaria del demonio, que está orientada a todos los hombres: la de tentarlos para el mal. Incluso Jesús aceptó esta condición humana nuestra, dejándose tentar por Satanás. No nos ocuparemos ahora de esta nefasta acción diabólica, no porque no sea importante, sino porque nuestro objetivo es ilustrar la acción extraordinaria de Satanás, aquella que Dios le consiente sólo en determinados casos.

Esta segunda acción puede clasificarse de seis formas distintas.

1. Los sufrimientos físicos causados por Satanás externamente. Se trata de esos fenómenos que leemos en tantas vidas de santos. Sabemos cómo san Pablo de la Cruz, el cura de Ars, el padre Pio y tantos otros fueron golpeados, flagelados y apaleados por demonios. Es una forma en la que no me detengo porque en estos casos nunca hubo ni influencia interna del demonio en las personas afectadas ni necesidad de exorcismos. A lo sumo, intervino la oración de personas que estaban al corriente de cuanto ocurría. Prefiero detenerme en las otras cuatro formas, que interesan directamente a los exorcistas.

2. La posesión diabólica. Es el tormento más grave y tiene efecto cuando el demonio se apodera de un cuerpo (no de un alma) y lo hace actuar o hablar como él quiere, sin que la víctima pueda resistirse y, por tanto, sin que sea moralmente responsable de ello. Esta forma es también la que más se presta a fenómenos espectaculares, del género de los puestos en escena por la película El exorcista o del tipo de los signos más vistosos indicados por el Ritual: hablar lenguas nuevas, demostrar una fuerza excepcional, revelar cosas ocultas. De ello tenemos un claro ejemplo evangélico en el endemoniado de Gerasa. Pero que quede bien claro que hay toda una gama de posesiones diabólicas, con grandes diferencias en cuanto a gravedad y síntomas. Sería un grave error fijarse en un modelo único. Entre muchas otras, he exorcizado a dos personas afligidas de posesión total; durante el exorcismo permanecían perfectamente mudas e inmóviles. Podría citar varios ejemplos con fenomenologías muy diversas.

3. La vejación diabólica, o sea trastornos y enfermedades desde muy graves hasta poco graves, pero que no llegan a la posesión, aunque sí a hacer perder el conocimiento, a hacer cometer acciones o pronunciar palabras de las que no se es responsable. Algunos ejemplos bíblicos: Job no sufría una posesión diabólica, pero fue gravemente atacado a través de sus hijos, sus bienes y su salud. La mujer jorobada y el sordomudo sanados por Jesús no sufrían una posesión diabólica total, sino la presencia de un demonio que les provocaba esos trastornos físicos. San Pablo, desde luego, no estaba endemoniado, pero sufría una vejación diabólica consistente en un trastorno maléfico: «Por lo cual, para que yo no me engría por haber recibido revelaciones tan maravillosas, se me ha dado un sufrimiento, una especie de espina en la carne [se trataba evidentemente de un mal físico], un emisario de Satanás, que me abofetea» (2 Cor. 12, 7); por tanto, no hay duda de que el origen de ese mal era maléfico.

Las posesiones son todavía hoy bastante raras; pero nosotros, los exorcistas, encontramos un gran número de personas atacadas por el demonio en la salud, en los bienes, en el trabajo, en los afectos... Que quede bien claro que diagnosticar la causa maléfica de estos males (o sea comprobar si se trata de causa maléfica o no) y curarlos, no es en absoluto más sencillo que diagnosticar y curar posesiones propiamente dichas; podrá ser diferente la gravedad, pero no la dificultad de entender y el tiempo oportuno para curar.

4. La obsesión diabólica. Se trata de acometidas repentinas, a veces continuas, de pensamientos obsesivos, incluso en ocasiones racionalmente absurdos, pero tales que la víctima no está en condiciones de liberarse de ellos, por lo que la persona afectada vive en continuo estado de postración, de desesperación, de deseos de suicidio. Casi siempre las obsesiones influyen en los sueños. Se me dirá que éstos son estados morbosos, que competen a la psiquiatría. También para todos los demás fenómenos puede haber explicaciones psiquiátricas, parapsicologías o similares. Pero hay casos que se salen completamente de la sintomatologia comprobada por estas ciencias y que, en cambio, revelan síntomas de segura causa o presencia maléfica. Son diferencias que se aprenden con el estudio y la práctica.

5. Existen también las infestaciones diabólicas en casas, objetos y animales. No me extiendo ahora sobre este aspecto, al que aludiremos más adelante en el libro. Básteme fijar el sentido que doy al término infestación; prefiero no referirlo a las personas, a las que, en cambio, aplico los términos de posesión, vejación, obsesión.

6. Cito, por último, la sujeción diabólica, llamada también dependencia diabólica. Se incurre en este mal cuando nos sometemos deliberadamente a la servidumbre del demonio. Las dos formas más usadas son el pacto de sangre con el diablo y la consagración a Satanás.

¿Cómo defendernos de todos estos posibles males? Digamos en seguida que, aunque nosotros la consideramos una norma deficiente, en sentido estricto los exorcismos son necesarios, según el Ritual, sólo para la verdadera posesión diabólica. En realidad, nosotros, los exorcistas, nos ocupamos de todos los casos en que se reconoce una influencia maléfica. Pero para los demás casos distintos de la posesión deberían bastar los medios comunes de gracia: la oración, los sacramentos, la limosna, la vida cristiana, el perdón de las ofensas y el recurso constante al Señor, a la Virgen, a los santos y a los ángeles. Y es en este último punto donde deseamos detenernos ahora.

Con gusto cerramos este capítulo sobre el demonio, adversario de Cristo, hablando de los ángeles: son nuestros grandes aliados; les debemos mucho y es un error que se hable tan poco de ellos. Cada uno de nosotros tiene su ángel custodio, amigo fidelísimo durante las veinticuatro horas del día, desde la concepción hasta la muerte. Nos protege incesantemente el alma y el cuerpo; nosotros, en general, ni siquiera pensamos en ello. Sabemos que incluso las naciones tienen su ángel particular y probablemente esto ocurre también para cada comunidad, quizá para la misma familia, aunque no tenemos certeza de esto. Pero sabemos que los ángeles son numerosísimos y deseosos de hacernos el bien mucho más de cuanto los demonios tratan de perjudicarnos.

Las Escrituras nos hablan a menudo de los ángeles por las varias misiones que el Señor les confía. Conocemos el nombre del príncipe de los ángeles, san Miguel: también entre los ángeles existe una jerarquía basada en el amor y regida por aquel influjo divino «en cuya voluntad está nuestra paz», como diría Dante. Conocemos asimismo los nombres de otros dos arcángeles: Gabriel y Rafael. Un apócrifo añade un cuarto nombre: Uriel. También de las Escrituras tomamos la subdivisión de los ángeles en nueve coros: dominaciones, potestades, tronos, principados, virtudes, ángeles, arcángeles, querubines y serafines.

El creyente sabe que vive en presencia de la Santísima Trinidad, es más, que la tiene dentro de sí; sabe que es continuamente asistido por una madre que es la misma Madre de Dios; sabe que puede contar siempre con la ayuda de los ángeles y los santos; ¿cómo puede sentirse solo, o abandonado, o bien oprimido por el mal? En el creyente hay espacio para el dolor, porque ése es el camino de la cruz que nos salva; pero no hay espacio para la tristeza. Y está siempre dispuesto a dar testimonio a quien- quiera que le interrogue sobre la esperanza que le sostiene (cf. 1 Pe. 3, 15).

Pero está claro que también el creyente debe ser fiel a Dios, debe temer el pecado. Éste es el remedio en el que se basa nuestra fuerza; tanto es así, que san Juan no vacila en afirmar: «Sabemos que todo el nacido de Dios no peca, porque el Hijo de Dios le guarda y el maligno no le toca» (1 Jn. 5, 18). Si nuestra debilidad nos lleva a veces a caer, debemos inmediatamente levantarnos ayudándonos de ese gran recurso que la misericordia divina nos ha concedido: el arrepentimiento y la confesión.