LA CENICIENTA DEL RITUAL
El pensamiento de san Ireneo
Para instrucción de los teólogos modernos, reproducimos el pensamiento de uno de los teólogos más antiguos, san Ireneo. Lo transcribimos de la revista Il segno del soprannaturale, septiembre de 1989, firmado con las siglas ALPE, que encubren a un gran estudioso.
Ireneo, nacido en torno al año 140 en Asia Menor, obispo de Lyon, fue el fundador de la Iglesia en la Galia (Francia); murió en torno al 202, quizá mártir. Su obra fundamental es su libro Adversus haereses (Contra los herejes), en el que rechaza en bloque las tesis de los herejes gnósticos, que describían el mundo como generado por un creador malvado. El verdadero creador es el Logos, es decir, el Verbo del Dios bueno. Los ángeles son parte del cosmos creado por Dios; y el diablo, como los demás ángeles, es también un ángel creado bueno, criatura inherente y eternamente inferior y subordinada a Dios; pero «cometió apostasia» y, por tanto, fue arrojado del cielo. Por eso Satanás es el apóstata por antonomasia, y también el engañador del universo, que «quiere engañar nuestras mentes, ofuscar nuestros corazones y tratar de persuadirnos de adorarlo a él en vez de al verdadero Dios».
Pero sus poderes sobre nosotros son limitados porque no es más que un usurpador de la autoridad, que legítima y fundamentalmente pertenece a Dios; y «no puede obligar a pecar».
Ireneo afirma que Satanás perdió la gracia angélica porque sintió envidia de Dios, deseando «ser adorado como Él»; y sintió también envidia del hombre, como imagen creada a semejanza de Dios. Nosotros somos el objeto de su envidia. Por eso entró en el edén con el corazón corrompido por el deseo de llevar a la ruina a nuestros progenitores. Ireneo es el primer teólogo cristiano que elabora y desarrolla consiguientemente una teología del pecado original: Dios creó a Adán y Eva y los puso en el paraíso para que vivieran felices, en estrecha relación con él. Pero Satanás, conociendo su debilidad, entró en el jardín y, asumiendo el aspecto de una serpiente, los tentó.
La maldad de Satanás habría podido quedar sin efecto si Dios no hubiese concedido a la humanidad la libertad de elegir entre el bien y el mal. Satanás «no obligó» al primer hombre y a la primera mujer a pecar; «lo eligieron libremente ellos, porque Dios los creó precisamente concediéndoles el máximo don, el libre albedrío. Satanás es el único, pero también el verdadero y tenaz tentador porque envidia el estado original de los progenitores».
Por eso todos los seres humanos participamos del pecado de Adán y Eva. En aquel momento nos convertimos en esclavos del demonio y, peor aún, impotentes para liberarnos de él, desprovistos de nuestra libre elección. Sujetos a Satanás, hemos distorsionado la imagen y semejanza divina, condenándonos así a muerte. Se infringió la felicidad del edén. Dado que dimos la espalda a Dios por nuestra libre voluntad, nos pusimos en manos de Satanás; por lo tanto, es justo que Satanás nos haya tenido en su poder hasta que fuimos redimidos. «Desde el punto de vista de la justicia, en sentido estricto, Dios habría podido dejarnos en manos de Satanás para siempre; pero su misericordia le hizo enviarnos a su Hijo para salvarnos.» La obra salvadora de Cristo comienza con las tentaciones de Satanás contra el segundo Adán por parte del diablo, a modo de «recapitulación» de la tentación del primer Adán. Pero esta vez el diablo fracasa y resulta irreparablemente derrotado por Cristo. La tradición cristiana ofrece tres interpretaciones principales sobre la obra salvadora de la pasión de Cristo.
La primera interpretación quiere que la naturaleza humana haya sido santificada, ennoblecida, transformada y salvada por Cristo al hacerse hombre.
La segunda: Cristo fue un sacrificio ofrecido a Dios para reconciliarlo con el hombre.
La tercera, la teoría de la redención, de la que Ireneo fue el primer y decidido partidario, se funda en las siguientes bases: «Puesto que Satanás tenía legítimamente aprisionada a la raza humana, Dios se ofreció para rescatar consigo mismo nuestra libertad; el precio sólo podía pagarlo él; sólo Dios podía someterse libremente; a nadie más le habría sido posible una elección libre, porque el pecado original nos había privado a todos de nuestra libertad. Dios Padre nos entregó a su hijo Jesús para liberarnos a nosotros, rehenes del demonio. Los sufrimientos de Cristo detuvieron al diablo, liberándonos de la muerte y la condenación.»
La teoría del sacrificio, la principal teoría alternativa de los tiempos de Ireneo, sostenía que Cristo, hombre y Dios a la vez, había asumido en sí mismo todos los pecados de la humanidad y, entregándose a la muerte por su libre voluntad, había ofrecido a Dios una recompensa adecuada. La teoría del rescate, por más que sea expresada a veces de un modo rústico, reflejaba el énfasis que los padres apostólicos ponían en la batalla cósmica entre Cristo y Satanás, y en conjunto respondía bastante bien a los moderados supuestos dualistas del cristianismo de los orígenes. Ireneo concibe a Cristo como el segundo Adán, que rompió las cadenas de la muerte que nos había impuesto la debilidad del primer Adán. El concepto de recapitulación (Cristo, el segundo Hombre, anula el daño hecho por el primer hombre) estaba en el centro de la cristologia de Ireneo.
«Satanás, aunque derrotado por Cristo, no deja de obstaculizar la salvación con todas sus energías. Alienta el paganismo, la idolatría, la brujería, la impiedad y especialmente la herejía y la apostasia. Los herejes y los cismáticos, que no siguen a la verdadera Iglesia de Cristo, son miembros del ejército de Satanás, son sus agentes en la guerra cósmica contra Cristo.»
Ireneo sostiene que Cristo es la defensa de los cristianos contra el diablo. El diablo huye cuando se rezan las oraciones cristianas y se pronuncia el nombre de Cristo. Sin embargo, la batalla no ha concluido en absoluto, porque los demonios seguirán poniendo a prueba a los bautizados, con el permiso del Creador, «ya sea para castigarles por sus pecados, ya sea para mejor purificarles, ya sea para adiestrarles en la caridad fraterna» de mutuo sustento en las necesidades espirituales, con el recíproco consuelo y tolerancia; pero sobre todo para mantenerles siempre «vigilantes y fuertes en la fe».
Un documento vaticano sobre la demonología
No se crea que soy el único que se ha dado cuenta de las tonterías formuladas por ciertos teólogos. Parece que muchos de ellos han asumido como a un nuevo padre de la Iglesia a Rudolf Bultmann, que, entre otras cosas, ha escrito: «No es posible servirse de la luz eléctrica y de la radio, o recurrir en caso de enfermedad a los modernos descubrimientos médicos y clínicos, y al mismo tiempo creer en el mundo de los espíritus y los milagros que nos propone el Nuevo Testamento» (Nuovo Testamento e Mi- tologia, Queriniana, 1969, p. 110). Asumir el progreso técnico como prueba indiscutible de que la palabra de Dios queda sustituida, no es más que un disparate. Pero muchos teólogos y biblistas creen que no están «al día» si no siguen esas directrices. En el citado libro de Lehmann aparece una interesante estadística sobre los teólogos católicos: dos tercios de ellos aceptan en teoría los datos tradicionales sobre el demonio, pero los rechazan cuando son aplicados en la práctica pastoral; es decir, no quieren oponerse frontalmente a la Iglesia, pero en la práctica no aceptan sus enseñanzas (p. 115). También resulta interesante otra observación estadística: los teólogos católicos demuestran un conocimiento demasiado superficial de la posesión diabólica y los exorcismos (p. 27). Es lo que yo he dicho.
Plenamente consciente de esta situación, la Congregación para la Doctrina de la Fe encargó a un experto estudiar el asunto y promulgó un documento que fue publicado en L'Osservatore Romano el 26 de junio de 1975 con el título «Fe cristiana y demonología»; ese estudio fue luego incluido entre los documentos oficiales de la Santa Sede (Enchiridion Vaticanum, vol. V, núm. 38). Reproducimos algunos pasajes del mismo. Su principal objetivo es instruir a los fieles y particularmente a los teólogos estrambóticos que soslayan la existencia de Satanás en sus estudios y enseñanzas, mientras que Cristo «bajó del cielo y se encarnó para destruir la obra del demonio» (1 Jn. 3, 5). Eliminando la existencia del demonio, anulamos la redención; quien no cree en el demonio, no cree en el Evangelio.
«En el correr de los siglos la Iglesia siempre ha reprobado las diversas formas de superstición, la preocupación obsesiva por Satanás y los demonios, así como los diferentes tipos de culto y de morboso apego a estos espíritus. Por eso sería injusto afirmar que el cristianismo, olvidado del señorío universal de Cristo, haya hecho de Satanás el tema preferido de su predicación, transformando la buena nueva del Señor resucitado en un mensaje de terror [...] Pero, en realidad, sería un error funesto comportarse como si, considerando la historia ya resuelta, la redención hubiera surtido todos sus efectos, de modo que ya no sea necesario comprometerse en la lucha de la que hablan el Nuevo Testamento y los maestros de la vida espiritual [...].
»Pero más a menudo esta existencia [de Satanás] es abiertamente puesta en duda. Algunos críticos, estimando que pueden identificar la posición propia de Jesús, pretenden que ninguna palabra suya garantizaría la realidad del mundo demoníaco, mientras que la afirmación de su existencia reflejaría más bien, allí donde se formula, las ideas de escritos judaicos, o bien dependería de tradiciones neotestamentarias y no de Cristo; puesto que tal afirmación no formaría parte del mensaje evangélico central, hoy ya no comprometería nuestra fe y seríamos libres de abandonarla.
»Otros, más objetivos y más radicales, aceptan las aseveraciones de las Sagradas Escrituras sobre los demonios en su sentido obvio; pero inmediatamente añaden que, en el mundo de hoy, no serían aceptables ni siquiera para los cristianos. También ellos, por lo tanto, las eliminan. Para algunos, finalmente, la idea de Satanás, cualquiera que sea su origen, ya no tendría importancia y, al demorarse en justificarla, nuestra enseñanza perdería crédito y haría sombra al razonamiento sobre Dios, que es el único que merece nuestro interés.
»Para unos y otros, para terminar, los nombres de Satanás y del diablo no serían más que personificaciones míticas y funcionales, cuyo significado sería solamente el de subrayar dramáticamente el influjo del mal y el pecado sobre la humanidad. Puro lenguaje, por tanto, que nuestra época debería descifrar para encontrar un modo distinto de inculcar a los cristianos el deber de luchar contra todas las fuerzas del mal en el mundo.
»Estas tomas de posición, reiteradas, en las que se hace alarde de erudición y son difundidas por revistas y por ciertos diccionarios teológicos, no pueden dejar de turbar los espíritus: los fieles, habituados a tomar en serio las advertencias de Cristo y de los escritos apostólicos, tienen la impresión de que razonamientos de esa clase pretenden imprimir, en este campo, una inflexión sobre la opinión pública, y aquellos que poseen algún conocimiento de las ciencias bíblicas y religiosas se pre- guntan adónde llevará el proceso de desmitificación emprendido en nombre de una cierta hermenéutica [...].
»También las principales curaciones de poseídos fueron realizadas por Cristo en momentos que resultaban decisivos en los episodios de su ministerio. Sus exorcismos planteaban y orientaban el problema de su misión y su persona, como lo demuestran de manera suficiente las reacciones que suscitaron. Sin poner nunca a Satanás en el centro de su Evangelio, Jesús habló de él, si bien sólo en momentos evidentemente cruciales y con declaraciones importantes.
»Ante todo dio comienzo a su ministerio público aceptando que había sido tentado por el diablo en el desierto: el relato de Marcos es tan decisivo precisamente por su sobriedad, como el de Mateo y Lucas. Él nos puso en guardia contra ese adversario en el sermón de la montaña y en la plegaria que enseñó a los suyos, el Padrenuestro, como admiten hoy muchos exégetas, apoyándose en el testimonio de numerosas liturgias. El Apocalipsis es sobre todo el grandioso fresco en que resplandece la potencia de Cristo resucitado en los testimonios de su Evangelio: el Apocalipsis proclama el triunfo del Cordero sacrificado, pero nos engañaríamos por completo sobre la naturaleza de dicha victoria si no se viera en ella el término de una larga lucha en la que intervienen, mediante las potencias humanas que disputan, Jesús, Satanás y sus ángeles, distintos los unos de los otros, pero también agentes históricos suyos. En efecto, es el Apocalipsis el que, subrayando el enigma de los distintos nombres y símbolos de Satanás contenidos en las Sagradas Escrituras, desenmascara definitivamente su identidad. Su acción se desarrolla a lo largo de todos los siglos de la historia humana, bajo los ojos de Dios. Evidentemente la mayoría de los santos padres, que abandonaron con Orígenes la idea de un pecado carnal de los ángeles caídos, vieron en su orgullo —es decir, en el deseo de elevarse por encima de su condición, de afirmar su independencia, de querer creerse Dios— el detonante de su caída; pero, junto con este orgullo, muchos subrayaron también su maldad en relación con el hombre. Según san Ireneo, la apostasia del diablo comenzó cuando sintió celos de la creación del hombre y trató de que se rebelara contra su autor. Según Tertuliano, Satanás, para oponerse al plan del Señor, plagió en los misterios paganos los sacramentos instituidos por Cristo. En la enseñanza patrística resonaron, pues, de manera esencialmente fiel, la doctrina y las orientaciones del Nuevo Testamento.»